El Eternauta: cuando la nieve cae sobre nosotros
“El verdadero héroe no es individual. Es un héroe colectivo, como debe ser el héroe del pueblo.”
—Héctor Germán Oesterheld
Hay ficciones que no se leen: se sobreviven. Hay relatos que no avanzan página tras página, sino que laten dentro de uno como una advertencia sorda. Así es El Eternauta, la historieta que no solo dio origen al cómic argentino moderno, sino que nos sigue hablando —a gritos o en susurros helados— desde una Buenos Aires cubierta por una nevada que no enfría, sino que mata.
Hoy, esa historia se reencarna en la serie de Netflix, vestida con los ropajes de la producción actual, pero cargando sobre los hombros la memoria de un país y de su creador, Héctor Germán Oesterheld, desaparecido por escribir con el corazón en la izquierda.
Ver la serie es encender una vela en una tormenta

Uno no simplemente “mira” El Eternauta. Uno se sienta frente a la pantalla con un nudo en el estómago, como si al presionar play, algo ancestral comenzara a palpitar. Las luces de la ciudad parpadean, los techos se cubren de blanco, y el aire se vuelve irrespirable. ¿Será que ese polvo brillante es en realidad el rastro de nuestros miedos colectivos?
En la adaptación de Netflix, las calles vacías, las miradas atrapadas entre la desesperación y la rabia, el silencio roto por disparos lejanos, todo construye un clima de fin del mundo. Pero no un apocalipsis hollywoodense, sino uno íntimo, donde lo más terrible no es morir, sino ver cómo se muere el otro. Y eso, eso duele.
Una Buenos Aires sitiada por lo invisible
Ver la serie es también reencontrarse con la ciudad como un cuerpo que sangra en cámara lenta. Hay algo de Vigilar y castigar de Foucault en esos controles, en ese orden que se impone con el pretexto de la salvación. Como si la misma ciudad donde caminamos a diario escondiera una cartografía de opresión esperando activarse. Como si el enemigo no estuviera allá afuera, sino dentro del sistema que organiza quién vive y quién no.
Y entonces entendemos que la nevada no es una fantasía: es una metáfora del control, del miedo, del apagón afectivo. La nieve de Oesterheld es hoy el scroll infinito, la desconexión emocional, la cultura de la vigilancia.
El espectáculo que anestesia

Guy Debord lo dijo en La sociedad del espectáculo: “la vida social se ha convertido en una inmensa acumulación de espectáculos”. Y aquí está la paradoja. Netflix toma una obra nacida desde la resistencia y la convierte en contenido. ¿Es esto traición o resurrección? Dependerá de cómo la miremos: si la vemos con ojos encendidos o si simplemente la dejamos pasar mientras respondemos un mensaje.
Pero si miramos con el corazón abierto, la historia de Juan Salvo no se diluye. Porque al ver al Eternauta, no vemos un héroe, sino un espejo. Un reflejo de todos los que intentamos, día a día, resistir la nieve que también hoy —aunque invisible— sigue cayendo.
¿Serie o historieta?
¿Entonces, cuál es mejor? ¿La serie o la historieta? La respuesta es incómoda: no se comparan, se entienden.
La historieta es el fuego original, escrita en un país que se venía abajo. Es política, cruda, íntima. La serie es la traducción de ese fuego a otro lenguaje: el lenguaje del algoritmo, del mercado global, de las visualidades intensificadas. Pero si mirás con atención, el mensaje aún está ahí: bajo los efectos, late el mismo miedo, la misma esperanza.
¿Que haya controversia? Es una buena señal. Una obra muerta no genera discusión. El Eternauta —como fenómeno cultural— está más vivo que nunca. Judith Gociol lo intuye cuando afirma que Oesterheld «le dio a la historieta argentina su épica popular», un lugar donde la identidad se construye viñeta a viñeta, como si cada lector fuera un combatiente más.
Y claro que hay algo inquietante en ver a El Eternauta en el menú entre “Emily in Paris” y “Bridgerton”. Pero si esa presencia lleva a una nueva generación a leer la obra original, ¿no se trata también de una pequeña victoria?
Lo que permanece
Oesterheld no escribió un futuro. Escribió un presente extendido. Una advertencia hecha tinta. El Eternauta sigue siendo la línea de resistencia que corre por debajo de nuestras calles, de nuestros miedos, de nuestra historia. Es la prueba de que, cuando todo se derrumba, lo único que queda es el otro. Y que, a veces, las verdaderas batallas se libran con el abrigo puesto, las ventanas cerradas y la dignidad intacta.