El cuerpo suspendido y el malestar sin nombre: una lectura crítica de “El buen mal” de Samanta Schweblin
Lo raro siempre es más cierto”.
—Silvina Ocampo, Cartas
Samanta Schweblin no escribe cuentos, construye cámaras de presión. En El buen mal (Seix Barral, 2025), su libro más reciente, la escritora argentina condensa y expande una poética que ha venido afinando desde Pájaros en la boca y Distancia de rescate: una estética de lo enrarecido, del extrañamiento cotidiano, donde la lógica se curva apenas —lo suficiente para que la realidad se vuelva sospechosa, densa, corporal.
Schweblin no necesita del giro espectacular o del artefacto grandilocuente. Sus cuentos operan con lo mínimo. Pero en ese mínimo, como una espora, anida un símbolo. El mal, el miedo, la pérdida, no aparecen como eventos visibles sino como atmósferas que se instalan en el cuerpo, como ese frío que se pega a las costillas en Bienvenida a la comunidad, quizás el relato más emblemático de esta nueva colección.
De la tensión a la somatización: la poética de lo contenido

Schweblin narra desde la tensión y hacia la tensión. Los relatos se sienten en la carne. Se leen con el pecho apretado, como quien atraviesa un túnel sin aire.
En ese sentido, El buen mal continúa una línea ya explorada en Distancia de rescate, donde el cuerpo materno se convierte en escenario de todos los miedos. Pero aquí, la maternidad ya no es solo vínculo protector, sino espacio fallido de comunicación. El cuerpo está, pero no dice. El mal está, pero no se nombra. “Me acuerdo del miedo que tengo de dejar de batir”, dice la narradora en Bienvenida a la comunidad, mientras prepara omelettes tras un intento de suicidio. Batir, en ese contexto, es gesto, es ritmo, es sobrevivencia.
Lo simbólico como estructura profunda: el caso del conejo
Una de las virtudes más sofisticadas de Schweblin es su tratamiento del símbolo. En sus cuentos, los objetos no son meramente decorativos: son portadores de sentido, espejos de lo que no puede decirse.
En Bienvenida a la comunidad, la aparición del conejo es una de las imágenes más poderosas del libro. Traído por las hijas en una jaula, el animal funciona como símbolo de lo frágil, lo vulnerable, pero también de lo que debe ser contenido. “A partir de ahora, todo bien cerrado”, ordena el padre, clausurando no solo ventanas sino emociones. El conejo se convierte en el otro silencioso, en la proyección de un secreto familiar que no se puede soltar. Como en El ojo de la garganta —otro relato sobresaliente del volumen—, lo no dicho se encarna en figuras intermedias: animales, orificios, sombras, cuerpos huecos.
Desde una perspectiva semiótica, estos símbolos no son alegorías cerradas, sino signos abiertos, polisémicos. Lo que Schweblin propone no es una decodificación, sino una invitación a sentir, a entrar en la escena con el cuerpo. Su estética, como sugiere Terry Eagleton, es una forma de ideología encarnada: una política del afecto, del síntoma, del malestar.
Entre lo que sube y lo que cae: la metáfora de la suspensión

Hay una escena clave que condensa todo el universo Schweblin. En el cuento inicial, la protagonista se sumerge en el agua con piedras atadas a la cintura. No hay desesperación explícita, solo una voluntad serena de dejarse ir. Pero luego, al soltarse, su cuerpo no sube del todo, no cae del todo. Queda suspendido.
Esa es la experiencia Schweblin: una lectura donde se cae hacia un centro que nunca se alcanza, donde se desea un final que se escapa. Esa suspensión es también una estética. Es lo que Georges Didi-Huberman llama el «vivenciar de la imagen» —ese momento en que el sentido no se fija, sino que vibra, en un presente perpetuo.
El lugar de El buen mal en la constelación Schweblin
Si Distancia de rescate fue una novela coral sobre la toxicidad ambiental y emocional —donde lo fantástico se funde con lo rural, y la maternidad es el terreno más frágil—, El buen mal es su hermana más íntima y más simbólica. En esta nueva colección, Schweblin no expone tanto como sugiere, no denuncia sino que deja entrar la humedad.
Frente a cuentos más estructurados como los de Siete casas vacías o Pájaros en la boca, aquí domina lo fragmentario, lo atmosférico. El mal no aparece como una criatura externa, sino como un clima interno que contamina todas las habitaciones del relato.
Lo innombrable como forma
Samanta Schweblin escribe desde el malestar. Pero no desde el drama, sino desde la grieta. Y en esa grieta se cuelan símbolos, olores, miradas. El cuerpo del lector no sale ileso. Queda suspendido, como la protagonista bajo el agua, dudando entre subir o seguir ahí, donde todo duele pero también todo es claro. El arte, decía Pedro Mir, comienza como cine mudo: imágenes puras, sin palabras. Schweblin ha llevado esa condición al extremo. Y ahí, en ese silencio simbólico, está su fuerza.